Antonio Álvarez del Pino.
“Un cuerpo capaz de muchas
cosas,
tiene un alma fundamentalmente eterna”
Spinoza.
Estos
días de septiembre estamos
celebrando el centenario de
un artista único, el
sanroqueño Luis Ortega Brú
(1916-1982).
Fue
un artista testimonial, su
obra en gran medida está
matizada por los
acontecimientos de su vida
que como se sabe no fue un
camino de rosas ni en lo
personal ni en lo artístico,
pero esta circunstancia
avalada por todos los
estudiosos de su obra
conviene matizarla porque
además de un artista
visceral “de pasiones”
como se ha dicho, Ortega Brú
fue un artista intelectual,
reflexivo en cuanto a los
mecanismos de la forma
escultórica, un gran geómetra
y un conocedor de la
historia del arte como
pocos; él mismo lo expresó
con las siguientes palabras:
“Lo moderno me da savia para la imaginaría y la imaginería para lo
moderno. Son dos temperamentos distintos. Es algo así como dos seres que se
encuentran dentro de una misma persona. De todas formas, cuando regreso a
Sevilla vuelvo a la imaginería. Lo otro es más intelectual, un estilo de
creación diferente."
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Hondas
palabras
que tenemos la suerte de que
alguien las haya recogido porque si
no fuera así, temo que mi propuesta
de un Ortega Brú intelectual se
acogería como un “hablar por
hablar”.
Pero
a mi juicio había más de dos
“seres” dentro del propio Ortega
Brú. Todo artista genial tiene una
sensibilidad poliédrica y
abarcadora, un hambre de
experiencias y de sentimientos que
desembocan en una obra multifocal,
plagadas de intereses
contradictorios pero
cuyo genio propicia el adecuado
equilibrio entre ellas de manera que
siendo una obra riquísima en
matices y alusiones, presenta una
completa unidad.
Este
es el caso de Ortega Bru, en el que
confluyen como afluentes del gran río
de la escultura, el barro y la
madera, la piedra y el bronce, lo
realista y lo abstracto, lo
religioso y lo profano, la fuerza y
la dulzura más extrema.
Otro
error que la historiografía ha
perpetuado es su condición de
autodidacta. Si es cierto que sólo
acudió un curso académico a la
escuela de artes y oficios de
Sevilla, también es innegable su afán
por el aprendizaje y su permanente
tensión creativa y su actitud “de
esponja”. Aprendió siempre y de
todos y asimiló no sólo la
historia del arte sino también la
literatura, la arquitectura y la
filosofía, basta apreciar su obra
con atención para captar detalles
del Greco, de Miguel Ángel, de
Picasso, de Giacometti y hasta de
Miró. Se adelantó en propuestas
abstractas a famosos artistas del género
como el grupo El Paso o Antonio
Saura, asimiló la geometría de los
constructivistas rusos y del
futurismo pero al mismo tiempo miró
atentamente al pasado y en sus Imagénes
de Cristo, una visión atenta nos
revela detalles del Greco, de
Gregorio Fernández, Juan de Juni y
Diego de Siloé.
Por
lo tanto, y ante tal cantidad de
influencias asimiladas no podemos
hablar de un escultor autodidacta,
ni mucho menos equipararlo a otros
imagineros coetáneos ( Francisco
Buiza o Sebastián Santos) grandes
artistas pero mucho menos
imaginativos y con menor ambición
erudita
Todo
esto condicionado por un existir
tortuoso desde su adolescencia y
sometido a continuos reveses, lo
cual agiganta mucho más su figura y
su quehacer y tengo que volver de
nuevo a su voz, a su palabra,
escueta pero dotada de una honda
poesía:
“Yo he surgido poco a poco, como una planta que ha
sufrido mucho”.
Imposible
resumir mejor lo que le tocó vivir
y como lo vivió y ante esto, la
sorpresa y las preguntas: ¿cómo
consiguió tanta información?, ¿cómo
pudo conocer la obra de tantos
artistas nacionales y extranjeros de
todos los tiempos y asimilarlas con
tanta naturalidad? Y todo ello
sumido en un aislamiento total
(no pudo viajar al extranjero
porque su condición de represaliado
político le impedía la obtención
del pasaporte) y en soledad absoluta
(no se le conocen amistades de
artistas ni de críticos importantes
del momento)…admirable.
Sencillamente admirable.
Su
profundo humanismo y su enigma se
aprecian con nitidez en las figuras
de Cristo, a las que supo dotar de
potentes anatomías del natural y
una mística pura y profunda, una
visión del redentor muy acorde con
las orientaciones del concilio
Vaticano II. Sus Cristos cautivos
(San Gonzalo y el Silencio) son imágenes
reflexivas y herméticas, de miradas
ensimismadas y llenas de
pensamiento, de vida interna. Sus
pies son robustos, de Dios peregrino
y andariego y sus manos atadas
fuertes y trabajadas, de carpintero
de Nazaret y todo ello rematado por
unas pátinas de acuarelas y goma
laca en las que veo en su frente y
cuello el polvo de los caminos de
Judea, un Cristo divino pero humano
a más no poder. Y de nuevo su
palabra a este respecto, de la que
no me quiero despegar:
“yo soy el principio de mi
padre”.
Por ello, ya sólo me queda
invitaros a la conferencia que
ofreceré el próximo catorce
de octubre en la asociación de la
prensa de Cádiz, donde intentaré
profundizar en lo que aquí he
expuesto sobre este artista singular
y único, que unos aman y otros
detestan pero que no deja a nadie
indiferente (como debe ser).
Un
artista que a la manera de Nietzsche
dijo su palabra y se rompió, se
cargó de dolores en su juventud y
los fue soltando poco a poco
a lo largo de su vida y de su obra y
eso es lo que nos ha dejado, su
dolor convertido en belleza, su
drama exorcizado por el agua pura de
Cristo y su ambición intelectual
convertida en unos de los mejores
repertorios escultóricos del siglo
XX.
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